Foto: Nahuel Colazo
Kristel Latecki
Una vez a Pablo de Vargas le intentaron pegar. Estaba pasando música en una fiesta en Pando y su set causó una respuesta emocional tal que el tipo no pudo hacer otra cosa que salir a buscarlo puño en alto. Pablo esquivó la piña, el agraviado fue retirado y la noche siguió. Tiempo después recuerda al suceso y se ríe, pero en ese momento lo sacó del viaje. “Ahora me parece increíble”, dice, “pero me pasaron cosas heavy, que me hicieron sentir que era re punk lo que estaba haciendo”.
Pablo es Lechuga Zafiro, un nombre que incorporó luego de una búsqueda musical que lo llevó física y mentalmente por diferentes partes del globo, pero también hacia su interior profundo. Con la electrónica como herramienta, incorpora y revaloriza ritmos locales como la cumbia y el candombe para crear mundos sonoros nuevos, casi extraterrestres. Decididamente futuristas.
El resultado fue un estilo y una personalidad musical que también hizo su propio viaje y suena tanto en México como en Inglaterra. El productor y DJ fue recomendado por respetados medios como Pitchfork, Vice y The Guardian, y más notoriamente, uno de sus tracks formó parte de un DJ set de Björk.
Esa música que causa reacciones viscerales y encanta a enormes referentes, que hace pensar, viajar y bailar es una de las cosas más interesantes, experimentales y transgresoras que han nacido en Uruguay en los últimos años. Y para hablar de todo lo que comprende a su música hay que ir a los orígenes.
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Como cualquier chiquilín que tuvo su infancia en los 90, Pablo comenzó a escuchar su propia música comprándose CDs “muy pedorros”: Hanson, las Spice Girls, ese tipo de cosas. Él quería aprender a tocar la batería, pero sus padres no iban a someterse a ese tipo de ruido así que se conformó con una guitarra. Pero hasta ahí nomás. “Estudié armonía y música. Pero agarraba una guía telefónica, un tambor que tenía y hacía como que tocaba la batería arriba de los discos”, cuenta.
Pero con la llegada de la computadora toda la atención se concentró en ella. Desde aquel entonces decidió interiorizarse a fondo. Leía obsesivamente Pitchfork y la prensa digital. Buscaba qué escuchaban sus ídolos -Björk y Radiohead-, y bajaba todas las canciones. “Torrents a cara de perro. Era mundo punk de bajarme tres temas de cada banda y hacerme los compilados de mp3 para el discman”, recuerda.
Empezar a estudiar para técnico de sonido le abrió el mundo y lo hizo conocer las posibilidades de la grabación. Los fines de semana le robaba la computadora a sus padres para grabar e investigar. “Re viajé al empezar a grabar cosas, sonidos”, dice. “Y por ahí empezó Fiesta Animal. Fue la época de más descubrimiento y de chupar influencias”.
Al grupo Fiesta Animal lo considera su escuela. Formado en 2005 por Martín Canova, Antonella Moltini, Julia Saldain, Adriana Navarro y Gabriela Escobar, eran uno de los tantos proyectos que desde el under proponía músicas experimentales y totalmente diferentes. Y para Pablo, que a sus 21 años ya le estaba haciendo sonido a bandas como Guachass y Hablan Por La Espalda, escucharlos fue un antes y un después. “Los vi y fue algo loco. Sobre todo porque era todo un mundo que no conocía”, dice. “Yo tenía una formación musical que no tenía nada que ver con eso. Era mucho menos transgresora y más musical. Y lo de ellos era una explosión, una convergencia de inquietudes artísticas. Y se me despertó también todo el mundo visual que por ahí no lo tenía tan desarrollado”.
Empezó haciéndoles el sonido y al tiempo terminó uniéndose a la banda. Por ese entonces se hacía llamar Carne Zafiro. Pero luego Adriana decidió mudarse a Argentina, y Pablo también siguió su propio camino a Francia, junto a Julia y su pareja Melina Scherzer. Con ellas formó un grupo en 2010 que se llamó Entero.
“En ese momento me pegó la cumbia villera”, cuenta. “A partir de ahí fue un viaje de ida al mundo latinoamericano y afro que todavía está re presente. Empezamos a hacer cumbia electrónica, ni sabíamos hacer música pero estábamos ahí probando los primeros experimentos. Estuvo buena esa época, porque ahí empecé a desarrollar una voz propia, o pensar lo que quería hacer”.
Como le pasó con Fiesta Animal, lo que lo atrapó de la cumbia villera fue su misma transgresión, su cultura callejera y sus sonidos. “Estaba en una etapa medio punki también. Me pegó el tema de las clases sociales, las mezclas y cómo la música unía esas cosas”, dice. “Y me sorprendió por primera vez escuchar una música de tu región que tuviera sus propios valores estéticos, filosóficos, que cuentan una realidad que fuera bien de acá. La capacidad de generar un mundo artístico que está completamente relacionado con tu alrededor y tu situación. Eso me re pegó. No retengo mucho la letra de las cosas, porque siempre estoy escuchando lo que está atrás. Soy más productor que otra cosa”.
Tomó a la cumbia villera como un sujeto de estudio, y bajó toda la discografía que existía, leyó cualquier ensayo y nota que se cruzó. Necesitaba conocer su contexto, cómo se hacía, qué instrumentos utilizaban, qué sonidos la caracterizaban.
“Pibes Chorros me voló la mente, sobre todo por sus sonidos”, afirma. “Damas Gratis también, pero ellos me gustaban más porque sentía que estaban más avanzados en la producción sonora. Damas Gratis era más punki en ese momento. Por ahí también empecé a pasar y mezclar música. Para mí la cumbia villera era la verdad absoluta y lo que todos tenían que escuchar”.
Hacer ese proceso de revalorizar lo regional cuando estás en otro continente reconoce que es algo típico. Pero a la vez lo ayudó a diferenciarse estando en Francia. “Igual fue un año, no fue mucho, pero fue un momento re importante para mí en el sentido de que fue un proceso formativo y estético que hasta el día de hoy sigue estando adentro mío”.
Después de ocho meses se volvió a Montevideo pensando que Fiesta Animal volvería a juntarse, pero no fue el caso. Fue una desilusión, y algo que le movió el piso hasta sentirse perdido. Y aunque al poco tiempo con Martín y Antonella retomó con Camposanto, decidió alejarse de este mundo y empezó a explorar otros sonidos: la música brasileña, el candombe, el tribal mexicano.
“Ahí me cansé un poco de la poca recepción que estaba teniendo mi música en Montevideo. Pero después me di cuenta que no tenía nada que ver con eso, era que yo no sabía cómo salir al mundo y mostrarlo. Lo confundí, quise matar eso y empezar algo de cero. Y ahí empezó Lechuga Zafiro”, cuenta.
Ese cambio de nombre significó una transformación. Si Carne Zafiro era más experimental, under y hermético, Lechuga era más abierto, fresco y latino. “Son esas transformaciones de mitad de los 25 años que son un poco pelotudas ahora que las veo. Hoy creo que hay un balance de las cosas. Me siento más cómodo con las dos pieles”.
La mayor y más importante incorporación a su sonido fue el candombe, género que empezó a revalorizar trazando paralelismos a través de ritmos de otros lugares del globo: el tribal mexicano y el kuduro angoleño. El tribal, cuenta Pablo, es un género de música electrónica que explotó entre 2008 y 2014, que imaginaba a un mundo prehispánico creando sus propias sonoridades y ritmos. “Lo escuché y me pegó súper fuerte. Ahí vi que Uruguay podía tener su equivalente. También empecé a escuchar mucho kuduro y varias cosas del suroeste de África, y ahí hay una triangulación obvia con el candombe”.
Al entender su origen, Pablo fue atrapado por el candombe. Comenzó a estudiar su lógica interna, su construcción, y la pasaba a la computadora para componerla nuevamente. Ese viaje lo llevó a acercarse a Cuareim 1080, cuyos integrantes coincidentemente también estaban buscando sonidos alejados de la tradición.
“Empecé a meterme en el mundo del candombe, por suerte no desde afuera sino desde adentro, ganándome la confianza de la gente y sintiéndome más en el derecho de jugar con esa cultura, estando ahí y contribuyendo a algo”, afirma Pablo. “Ahora me siento súper seguro de eso, igual no me gusta etiquetarme como que hago música candombe, pero sí me mezclo con la cultura”.
Ese cambio de paradigma interior fue el puntapié inicial para que su carrera tomara otra forma.
Como DJ en 2009 se unió a Club Subtropical, creado por Selectorchico, Néctar y Superchango. Se trató de un ciclo de fiestas donde el mestizaje y la celebración de los sonidos latinos fueron la norma. Noche tras noche lograron que los más acartonados soltaran sus caderas y forjaron una verdadera institución de baile que marcó la agenda durante varios años.
En 2013 subió a Soundcloud el tema Sapo de Manga, un track regido por la clave del candombe, salpicado con soniditos electrónicos y la melodía de Bien de Bien de Ruben Rada y Eduardo Mateo. Gracias a la magia de internet, ese tema llegó a los oídos de Matías Aguayo, artista chileno y productor responsable del venerado sello electrónico Cómeme, que editó el tema en su compilado número 022.
“Ahí vi que podía pintar algo más allá de hacer música en mi cuarto”, reconoció Pablo.
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Formar parte del catálogo de Cómeme le abrió las puertas al mundo. Hizo un remix para el proyecto peruano Dengue Dengue Dengue, hizo una pequeña gira por Latinoamérica con su música, en especial México, Brasil y Chile, y comenzó a conectarse con personas de sensibilidades e intereses similares, como Hiedrah Club de Baile de Argentina y N.A.A.F.I de México.
“Ahí se empezó a armar la red de amigos que tenemos hoy. Toda la gente que está en la misma en América del Sur y que somos como una mafia”, cuenta. “Ahora está mutando un poco, pero nuestra intención siempre fue unirnos entre todos y hacer un circuito de cosas que no tienen lugar en nuestros países. Hay un interés genuino por revisar la identidad latinoamericana, o el tercer mundo. Un interés por abrir el espectro de lo que se baila en el mundo de clase media de nuestras ciudades. Vencer ciertos prejuicios y mezclar las cosas: lo más intelectual y vanguardista con lo más popular. Son pequeñas ideas que hacen a nuestra filosofía o estética. Tener hambre de conocer muchas cosas. Somos hijos de internet, de acceso a mucha información. Somos un producto bien de lo que nos pasa en esta generación”, define.
Al año siguiente junto al productor y DJ local Pobvio creó el sello Salviatek, una plataforma para conectarse con esa escena que se encuentra desperdigada por el continente, con un concepto y estética que une lo natural con lo digital, lo autóctono con lo global, creando un ecosistema nuevo y futurista.
Su primer lanzamiento fue Syndombe Club EP de Pobvio, y el segundo Aequs Nyama (2015), el debut de Lechuga Zafiro. “Tenía el candombe mucho más metido”, cuenta. “Es el fruto de ciertas investigaciones paralelas relacionadas al candombe, como ayudar en un documental, grabar con la gente de Cuareim. Dije: ‘bueno, tengo toda esta información y tengo que hacer algo’”. En sus cuatro tracks más dos remixes, Aequs Nyama explora el baile desde la creación de un ambiente de ciencia ficción. Los tambores se combinan con efectos de sonido como vidrios rotos, disparos láser, la alarma de un auto o el croar de un sapo.
Al año siguiente, junto a Pobvio, Mathias, Wellington y Guillermo Díaz de Cuareim 1080 crearon F5, un grupo que se define como “más que electrocandombe”, uniendo en vivo los dos elementos y proponiendo algo nuevo dentro del árbol familiar del género. Con su música han tocado tanto en fiestas locales como de gira en países como Colombia o Polonia, y actualmente están trabajando para ponerle letra a sus canciones.
“Si vos estás sacando algo de un lugar para un provecho propio, tenés que devolver algo”, afirma sobre su trabajo con F5. “Es re simple. Siento que tengo esa preocupación adentro, y por eso me siento tranquilo. Yo sé cómo estar cómodo ahí y cómo contribuir. Ahora no hago más cosas que no tengan que ver con Cuareim y que se relacionen con el candombe”.